Todo el mundo ha visto el video en el que Nancy Pelosi arrastra las palabras en una conferencia de prensa. Todo el mundo sabe que el vídeo era real pero había sido ralentizado a un 75% de su velocidad normal para que la presidenta de la Cámara de Representantes de Estados Unidos pareciera borracha, confusa o medicada. Luego vino el vídeo en el que tartamudea. Hemos visto a medios y cadenas de televisión emitir las piezas, codo con codo, como argumentos de un visible deterioro cognitivo. Hemos visto a presentadores, actores, políticos y hasta el mismísimo presidente de los EEUU compartir y comentar el caso como si fuera información contrastada y verídica. Y hemos visto a otros medios y cadenas, presentadores, actores, políticos etc compartirlo para denunciar que el vídeo estaba manipulado y que la secuencia era parte de una campaña de desinformación.
Ya ni siquiera nos extraña. Los vídeos manipulados sin esfuerzo con herramientas digitales que se distribuyen rápidamente a través de las redes sociales y se legitiman en las cabeceras tradicionales para deshumanizar un colectivo o destruir una reputación son el pan de cada día. En la izquierda y la derecha, en la política y el retail, en las campañas políticas y el los referendums, por la tele y por whatsapp. Por eso nos ha pasado desapercibido un detalle. Un precedente crucial. Sabemos quién lo hizo y cómo pasó. Y lo sabemos gracias a Facebook.
Anatomía de una pequeña campaña de desinformación
El clip de vídeo en el que tartamudea hizo su debut en una página personal de Facebook acompañado de un comentario: “¿Está borracha Pelosi?”. Trece minutos más tarde apareció el vídeo ralentizado en otra página llamada Politics WatchDog. Quince minutos más tarde, el segundo vídeo aparece en una tercera página de Facebook, AllNews 24/7. En principio no parece que haya un vínculo entre las tres páginas salvo quizá un particular desagrado -o preocupación- por el estado mental de la presidenta de la cámara. Pero las tres páginas habían sido creadas y administradas por la misma persona: un afroamericano de 34 años que vive en el Bronx.
Shawn Brooks tiene 34 años, es operario de montacargas, es fanático de los deportes televisados y, aparentemente, de Donald Trump. También está en libertad condicional por violencia doméstica. La persona que encontró su pista fue Kevin Poulsen, redactor de The Daily Beast. Brooks había puesto su nombre en un enlace para recaudar donaciones que había al final de una de las páginas y Poulsen había seguido la primera regla del periodismo de investigación: Follow the money! Pero no habría podido confirmar que Brooks era el origen de la campaña contra Pelosi sin ayuda de Facebook. Según el artículo, una fuente oficial de Facebook confirmó la conexión entre las tres páginas. Esto es algo que sólo Facebook -con su acceso de superadministrador de la plataforma- puede saber y que nunca había compartido antes.
De hecho, la fuente «oficial» pero anónima de Poulsen hizo mucho más que confirmar el hallazgo. También desmintió la coartada de Brooks, que dijo que las páginas tenían varios administradores y que probablemente había sido “una administradora femenina” la que había hecho el vídeo. La fuente dijo que en esas páginas no había más administradores y que, de hecho, Brooks había subido los vídeos desde su propia cuenta personal. De nuevo, algo que solo Facebook puede ver.
Paraísos fiscales del siglo XXI
Facebook puede no saber quién fabrica la desinformación que florece en sus infraestructuras. Pero sabe quién la planta por primera vez en su sistema y cuáles son sus canales de distribución. Sabe qué usuarios se coordinan para generar tráfico en torno a esas campañas. Tiene todas las llaves de todas las puertas, incluyendo los lugares donde se cocinan: grupos privados en Facebook, DM rooms en Instagram y conversaciones privadas en Whatsapp. Naturalmente, tendría que vigilar a los usuarios, algo que en cualquier otro contexto sería un escándalo. Pero ocurre que el espionaje masivo, deliberado y permanente de los usuarios es la base de su lucrativo negocio, un modelo conocido como capitalismo de la vigilancia, o capitalismo de la atención.
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